lunes, 22 de junio de 2015

Ponencia presentada en el Grupo de estudio de la obra de Estanislao Zuleta, junio 22 de 2015.

«¿Qué es entonces el la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes. Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.»
Nietzsche. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
Cordial saludo.

Después de un largo período, de nuevo el subgrupo de filosofía está al frente de un texto del maestro, al que queremos aproximarnos también como preparación hacia la conferencia central de la conversación del miércoles en julio de 2015, cuyos título y temática son "El Pensar esa potencia en la vida personal y colectiva"; este texto es, como saben, la entrevista de finales de los ochenta "Responsabilidad social del intelectual", que el subgrupo privilegió frente a otros como “idealización en la vida personal y colectiva”, o “Tribulación y felicidad del pensamiento” por cuanto consideramos que en esta entrevista se hace patente cuáles son las implicaciones del Pensar en la Vida Colectiva, de qué manera una aproximación individual al Pensar se ve reflejada en lo social, en lo político, en lo común. 

Casi siempre que el subgrupo ha abordado un texto, al menos desde que asisto a él, quedan, al finalizar las sesiones, más preguntas que certezas, lo que nos parece adecuado a lo que podría ser una posición filosófica de la vida, al instalarse el ser en la duda, la sospecha, la extrañeza que proceden de enfrentarse en una relación con la verdad a través del Pensar. Pensar que surge del debate y la confrontación de las diferentes voces, significaciones, identificaciones, que cada integrante, del subgrupo en particular y del grupo en general, ha venido forjándose a lo largo de su experiencia vital e intelectual. 

Sin embargo la movilización de esa fuerza en la que el Pensar se realiza –se materializa, se vuelve real– como labor, ímpetu, incluso hazaña, se ve paso a paso amenazada por una serie de formas del no Pensar, unas barreras que el Pensar debe sortear, unos obstáculos que debe eludir, rehuir, prevenir, obstáculos que circunstancias personales y sociales, imponen como defensa frente al Pensar, como inmunización frente a lo que de corrosivo, de amenaza, de ruptura, de desmonte de certezas previas, tiene el debate con el otro, tiene el tomar distancia y vacilar, tiene el rejuzgar [revalorar] al propio ser y el ser de las grandes instituciones (y de las pequeñas) y descubrir que ahí donde teníamos todas las certidumbres, todas las evidencias, todas la seguridades, solo se instala ahora la convicción de que estamos frente a dogmas, ideologías, imaginarios míticos, religiosos, políticos que nada tienen que ver con el Pensar que libera sino con doctrinas, credos, sistemas de dominación y adormecimiento del sí que han desarrollado y ejecutado en cada uno de nosotros la familia, el estado, el capital. 

El Pensar se erige como salvaguarda frente a esa hueste en movimiento de la que habla Nietzsche en el epígrafe: “metáforas, metonimias, antropomorfismos, ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”, salvaguarda, pues, contra ese olvido que adquiere bríos de ser verdad. El Pensar se vuelve potencia de la vida creativa que irrumpe en el sujeto como producción de significaciones inéditas, nuevas, que le transforman de manera relevante, que acarrea una alteración a escala individual en los órdenes simbólicos o imaginarios. El Pensar deviene, como diría Carlos Mario González, "significación que llega con la fuerza necesaria para arraigar y tender a permanecer como referente en el devenir del propio sujeto o del entorno humano". Esto es, perturbando la identidad del pensador, irrumpiendo como fuerza transformadora de aspectos que hasta el advenimiento del Pensar fueron los rasgos más distintivos de sí y de la sociedad en que se ha desempeñado. 

El Pensar así desplegado, así asumido, así recibido como "regalo inesperado", permite superar a los pensadores que son "profesores de filosofía", especializados en temas muy restringidos y totalmente ajenos al compromiso con la vida, al compromiso personal que se opone al intelectual que no busca "convencer, sino solo vencer", que no es un amigo del debate, de la suspicacia, de la sospecha, sino un mero productor–reproductor de creencias y convicciones institucionalizadas, como por ejemplo (cito a Zuleta), cuando "sabemos de aritmética, de biología, de economía sin haberlas pensado nunca". 

El Pensar que abre caminos posibles, pues sin Pensar sólo existe una vía única, el Pensar que es un recurso conquistable por la humanidad para hacerse al saber, el Pensar que involucra al individuo y lo proyecta. Ese Pensar permite –favorece– entender la manera como el Estado, la Religión, la Familia, fomentan formas insidiosas de adormecimiento, de desculturización, de instalación de valores absolutos impuestos por instituciones o personas relativas, pasajeras, con pretensiones de ser universales, eternas y únicas receptoras de la verdad. 

Y se vería realizado, ese Pensar que abre caminos de posibilidades, en la ciudadanía crítica, en el escenario público, en la exposición a la luz pública de lo que el pensador ha intuido, de su muy particular forma de dar cuenta con la relación con la verdad.  Ese Pensar que interviene al propio ser debe entonces mantenerse movilizado por el pensador para que intervenga la vida colectiva. Sabemos que hay hombres y mujeres que con su Pensar han cambiado el mundo y que esa suerte no nos corre a todos, mas el pensador puede y debe cobrar efectos en la escala de los vínculos que lo ligan al afuera, al otro, y ese es uno de los compromisos del intelectual: no cegarse, ensordecerse, amurallarse, ante los problemas concretos de su medio ambiente concreto, aun en medio del terror, aun en medio de la miseria, aun en medio de su realidad trágica, el pensador no debe, no puede, evadir su responsabilidad de que el Pensar de que es objeto y agente se fije en y estudie o discurra en torno a qué cosa está pasando allá afuera, en ese lugar donde su Pensar no es ya suyo sino de todos, ahí donde la realidad está ocurriendo. 

Las ideas cobran vida en la realidad social e histórica, las ideas son del dominio público instaladas en un campo de combate en el que el intelectual potencialmente puede convertirse en constructor de sueños sociales que aplasten la libertad y el individuo. El esfuerzo del Pensar consiste en desenmascarar los argumentos falaces que afirman tesis totalitarias, o que ven la historia como un libreto que se puede leer y predecir (Popper), –como una forma de "tener la verdad de la historia en el bolsillo"– lo que desemboca en una visión de una historia que debiera cumplirse al pie de la letra, sin posibilidades para la libertad racional. 

El Pensar hace público y facilita el diálogo entre los hombres, dispone a los sujetos a Pensar por sí mismos los grandes enigmas (la vida, el cosmos, el yo, el Pensar mismo), el Pensar es plural y sustentado en la razón, no en el dogma, no en el terror, no en el consumo. Las ideas contrarias a la pluralidad y la autodeterminación en las sociedades democráticas deben ser examinadas por el pensador, por nosotros, y tomadas con beneficio de inventario, y sus graves consecuencias políticas y sociales denunciadas como hegemonías contrarias a la autonomía , como "poder confundido con saber", como libertad habitada por el terror, en las que el Pensar solo encuentra obstáculos y es deliberadamente adormecido por el dogma (cuando preferimos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados), por la ideología (de un Estado totalitario como, por ejemplo, el estalinista), por los saberes mítico-religiosos, o políticos, por los media (televisión, facebook, el "mensaje de la publicidad” en lo que el valor consiste en consumir sin Pensar, por decirlo así). 

Finalmente destaco lo que de potencia tiene el Pensar en este escrito, a manera de recoger en dique lo que hasta ahora fue río verbal: el Pensar es duda, sospecha, debate. Amenaza, ruptura, demolición de certezas; toma de distancia, liberación, resistencia, perturbación de la identidad personal, perturbación de la identidad colectiva. 

Decía al iniciar que siempre nos quedan más preguntas que certezas, y voy para terminar a enunciar algunas de las que nos quedaron más hondamente caladas y que dejo para la conversación: 

¿Personal? ¿Colectivo? ¿Cuáles son sus diferencias, cuáles sus similitudes? 
¿Cuáles son las posibilidades y los límites que la potencia de Pensar tiene frente al actuar? o mejor dicho ¿qué aporta el Pensar al actuar colectivo? 
¿Qué liga al pensador con el objeto de su pensamiento? ¿Intereses? ¿Neutralidad? 
¿Cómo es el compromiso del pensador? 
Si el afuera es un campo de batalla, ¿qué posición ocupa el intelectual, el pensador? ¿Qué partido tomar? ¿Es el Pensar un arma? ¿Con qué herramientas lo enfrento? 
¿Cómo favorece el Pensar a la vida personal? 
¿Qué vuelta de tuerca da para la vida colectiva? 

 Gracias

miércoles, 15 de abril de 2015

El patriarca solo dentro de un poema cíclico.

El patriarca solo dentro de un poema cíclico.

Ángel Rama (1926 — 1983)


1. Conmiseración por la bestia solitaria


El misterio que plantea el ansia de poder absoluto que manifiesta un ser humano, esa pasión voraz y arrasadora que no deja sitio en el alma para ninguna otra, resecando la entera vida espiritual que se paga con una terminante soledad, más aún, con el descaimiento del hombre en una categoría casi animal porque el delirante enclaustramiento que origina destruye todo posible valor, elimina todos los placeres de los sentidos hasta que nada sobrevive a ese abrazo con un poder que concluye vacío de los atractivos que alguna vez ofreciera, la historia de esa pasión aniquiladora ha sido contada más de una vez por la literatura. Contada con asombro, con perplejidad, incluso con terror. El espectáculo del hombre a quien ciega el poder para poder devorarlo mejor, sirvió a los escritores para aproximarse a una medida justa de lo humano, pues pronto comprendieron que la entrega a pasión destruía progresivamente, una a una, las fibras sensibles de quien, sin embargo y como todo ser humano, había sido “amamantado con la leche de la ternura humana", de tal modo que el ascenso y la permanencia en el poder absoluto era simultáneamente el proceso de la deshumanización.

El paradigma de este teorema fue establecido por William Shakespeare en la madurez de su carrera, cuando presenció, a lo largo de la conspiración de Essex, la sangrienta disputa por la corona a la cual consagró su obra más austera: Macbeth. Allí vemos a un hombre que va perdiendo todo —respeto, amigos, mujer, "la joya de la vida eterna", la humanidad misma— porque desde el principio clama que "nada existe para mí sino lo que no existe todavía", esa corona que cuando se ajuste sobre su cabeza certificará, como un círculo mágico, la inhumanidad. 

Ese es el modelo literario, fuera de la lección viva de la historia latinoamericana, que concurre a señalar el rumbo de la obra de Gabriel García Márquez El otoño del patriarca (Buenos Aires, Sudamericana, 1975): y la chispa motivadora que él ha confesado, el espectáculo del hombre que abandona el palacio presidencial en 1958 a la caída del dictador venezolano Pérez Jiménez, no hace sino situar, como en el caso del maestro isabelino, una creación artística; la historia de un hombre como la historia del poder y de sus aniquiladores efectos. Aunque, mientras en el pensamiento renacentista el orden humano siempre vuelve a instaurarse, los engaños concluyen y la verdad resplandece al fin desvirtuando el falso pronóstico de inmortalidad que Macbeth recibiera de las brujas (no en balde una burguesía que comienza su carrera histórica mira al futuro con confianza y cree en sus fuerzas) en el pensamiento de un latinoamericano que ha venido presenciando toda la vida la persistencia del hombre aferrado al poder, ayer, hoy, al parecer siempre, no hay prácticamente orden humano a la vista que sea capaz de instaurar los valores pertinentes. Sólo queda sitio para la reposición de uno más oscuro, el único orden cierto que se percibe, que es el biológico: éste dice que algún día, fatalmente, el hombre morirá, a los cien, a los doscientos años, porque lo propio del ser vivo es tener un tiempo finito y morir. Como recordaba Huxley en su sarcástica parábola de Viejo muere el cisne: and Time must be a Stop. 

Colocándose en el centro del poder, es decir, en la conciencia misma del personaje que lo ejerce (no obstante los sucesivos narradores colaterales que va empleando y que no son sino servidores de la explanación y del deambular de esa conciencia actuante) la novela no deja sitio, ni presta atención a los eventuales instauradores de los valores humanos: no hay aquí un Malcolm o un Cara de Ángel que, triunfante uno y fracasado el otro, porten los principios del orden humano, el cual por lo tanto se disgrega. Mal pueden portar sus principios los cazurros ministros o compadres del "patriarca" incapaces de dar un mínimo testimonio válido sobre ese otro orden posible (como de una manera impertinente y didascálica lo hacía "El Estudiante", de la novela de Alejo Carpentier), ya que aparecen como meros reemplazantes de la misma pasión devoradora del poder en sus más inhumanos aspectos. Por lo tanto, ese orden humano queda remitido a la conciencia del lector, a la cual se apela como en un subrepticio test moral. Sólo desde ella se podrá medir la ignominia o la perversión, lo que deberá servir para atemperar la serie de funambulescas invenciones narrativas poniendo un escudo protector a la fascinación que ejercen, a la disolución de todo pronunciamiento moral en la pirotecnia del lirismo y del humorismo. Esta doble polarización generará esa zigzagueante intermediación entre la ira, la admiración, el rencor, el vituperio, el agradecimiento el feliz reconocimiento, que es la propuesta inspirada por la novela. Porque ella pone a prueba, como en el famoso ejemplo balzaciano del mandarín y la campanilla, la conciencia moral del lector. 

Quien está presente y solo —asoladoramente solo— es el dictador. Colocado en el centro de la arena de un vasto circo cuyas gradas ocupan, como espectadores. Los lectores del libro, nosotros, quienes por primera vez nos asomamos a su faena y a quienes se nos pide, mas que cualquier sentimiento extremo e irreflexivo, la comprensión, tanto vale decir la compasión. Aquel tenaz esfuerzo de García Márquez, que en los días de la de la literatura de la violencia colombiana surgida impetuosamente desde la paz de 1953, pedía que la narrativa que se le consagraba no se detuviera en el simple catálogo macabro de sus crímenes sino que buscara sus raíces, y que en La mala hora las detectaba en cierta perversión o enfermedad de las almas que a su vez era el correlato de una injusta estructura de la sociedad, aquí se concentra en el estudio de una pasión viciosa que llega a dominar una personalidad hasta devenir su único elemento constituyente. De tal modo que parecemos retornar a la teoría de los estigmas de la personalidad o teoría de las pasiones que hizo suya Balzac: la avaricia de Gobseck, el arribismo de Rastignac, la paternidad de Goriot, el dominio económico de Birotteau. Dentro de esa misma línea, García Márquez designa como una "andina" ansiedad del poder a esta voluntad, aun refiriéndose a un dictador isleño del Caribe y no a la serie de dictadores venezolanos surgidos de las montañas como Gómez. 

La fijación del foco narrativo sobre los efectos que tiene sobre un ser humano tal estigma, nos conduce a la recuperación del espíritu que animara varios cuentos del período realista del autor en los cuales se asistía a la instauración subrepticia de una justicia inmanente. Gracias a ella se pagaba en vida, se apuraba la misma copa envenenada que previamente se había ofrecido a los otros, tal como hace siglos intuyera Macbeth. En El otoño del patriarca el déspota paga el desorden humano que él impone mediante su propio aniquilamiento espiritual. Este es connotado por los innumerables rasgos que revelan su soledad, el desamparo afectivo en que vive, su mezquino acoplamiento con las mujeres, la búsqueda incesante de la madre, la incapacidad de la amistad, esa manera suya de entregarse desvalido al sueño como a la muerte, tirado sobre el piso de losas con el brazo cruzado bajo la cabeza. De ahí que el libro abra una puerta imprevisible a la conmiseración. 

Pero tal condición deriva también del manejo del tiempo que puede percibirse en la historia contada por la novela así como en los mecanismos narrativos que son puestos a su servicio. Sólo en la perspectiva que ofreciera un tiempo abierto, progresivo, que se desplegara creativamente hacia el futuro, es posible situar la eventualidad de la reconstrucción del orden humano conculcado y es eso lo que ha venido preconizando cada vez con mayor insistencia el utopismo sobre el cual rota una parte considerable de la sociedad occidental. Ocurre sin embargo que en esta novela el tiempo ha sido subvertido. Presenciamos una dictadura aparencialmente infinita, que se sucede a sí misma mientras se substituyen las diversas generaciones humanas, las cuales —para agravar más esta situación— carecen de memoria histórica, como es tan típico de las zonas subdesarrolladas de nuestra América ("el subdesarrollo es la falta de memoria", decía Desnoes) y creen rotar siempre en torno de los mismos hechos, girar alrededor del mismo personaje inmutable al cual parece prometida la inmortalidad. La novela lleva a su punto extremo un principio que había sido apuntado en los Cien años de soledad, aunque en este caso respecto a una sola aventura que duraba puntualmente esos cien años: el de un tiempo cíclico que encadena un fin con un comienzo anterior y que por lo tanto sugiere la repetición de un homólogo invariante. 

El sistema narrativo de El otoño del patriarca cumple parsimoniosamente su función de apoyo al principio del tiempo cíclico: el primer capítulo, que vale como un módulo para los restantes, parte de la muerte del patriarca en el palacio semidestruido y devorado por las vacas y los gallinazos, para proceder a la reconstrucción de un ciclo ya transcurrido de su existencia, el cual concluye en la milagrosa supervivencia del dictador gracias al artilugio de su doble, generando así el ciclo de muerte, evocación y resurrección que es definitorio de la figura; el último capítulo se abre con el cadáver en la sala de honor del palacio y conjuntamente con la generalizada incredulidad acerca de que haya llegado, efectivamente, el fin definitivo, con lo cual el módulo cíclico fijado inicialmente y trasladado a lo largo de la novela por su eje paradigmático consigue sobrevivir a la misma muerte, esta vez verdadera, del dictador. 

A lo largo de los seis capítulos de la obra se despliega, sin embargo, la historia lineal de una vida que comporta por lo tanto sucesivos cambios, y que por lo mismo es regida por un tiempo progresivo y abierto. Pero tal historia y tal tiempo correlativo, quedan férreamente incrustados dentro de un sistema repetitivo que busca traducir la alucinación de eternidad del poder absoluto. El autor ha buscado tensamente esta concepción cíclica y es posible que ello acarree en el lector la pérdida de la ilación cronológica de los sucesos, con lo cual se cumpliría el propósito visible de la novela: conseguir que el lector deambule por el más dificultoso de los laberintos posibles, que ya no será meramente explicado como es habitual en el arte intelectualizado de Borges, sino vivido sensorialmente en la experiencia de la lectura. Un laberinto que se construye mediante un tiempo que parece avanzar y aun genera la ilusión de la peripecia sucesiva para desembocar repentinamente en los mismos puntos de que partió. Sus vericuetos están fijados con precisión mediante el manejo de múltiples indicios (la venta del mar) mucho antes de que se produzcan los hechos; gracias a la superposición de una serie de decursos repetidos (las conspiraciones) que se van transmutando en uno solo de incesante reiteración, fijo, invariante, donde los variables personajes son subsumidos por el esquema de la acción; merced a la presentación de decorados (el palacio con leprosos, mendigos, jaulas de pájaros, vacas) que al igual de lo que ocurría en los Cien años son destruidos y reconstruidos idénticos a sí mismos; manejando por último una sabia reiteración de elementos narrativos (esa clausura del palacio al caer la noche) que resultan abolidores del tiempo. 

Es cierto que existen dos tiempos dispares en la novela y que tanto se expresan en la historia que se cuenta como en los recursos de la narración, pero el que autoriza el avance cronológico ha sido trabado por el otro de tipo cerrado y cíclico, destinado a figurar la obra como una incesante repetición en que se traduce la percepción ingenua y popular de la dictadura. El riesgo que ello implica ha sido aceptado de antemano por el autor: confusión de líneas, tedio de la lectura, isotopías que desdibujan los efectos narrativos, aflojamiento de las expectativas, etc. El único modo eficaz de superar esos riesgos que pueden comprobarse en el lector común, consiste en asumir una lectura que sea de la misma naturaleza que el texto, es decir, igualmente cíclica. Cuando se enlazan entre sí las lecturas de la novela de modo que también el texto, y no sólo la historia que en él se cuenta, funciona cíclicamente, comienza a tornarse transparente la construcción de estos círculos infernales, superpuestos unos sobre otros. Se perciben entonces las calculadas regularidades, las variantes que entran como repentinos movimientos dentro de series invariantes, el régimen contrapuntístico que actúa dentro de un sistema cerrado y le confiere una dinámica mayor, el crecimiento que va cumpliéndose mediante las abusivas formas repetitivas hasta sobrecargarlas y concluirlas. 

A lo cual contribuye una pericia nueva de la escritura de García Márquez que hasta ahora parecía exclusividad de Cortázar: el arte de la transición. Las cincuenta y tres páginas del último capítulo desarrollan una única oración donde tienen cabida decenas de narradores que son incorporados velozmente, sin anuncio, y del mismo modo desaparecen, al servicio de decenas de situaciones distintas que deambulan por el tiempo, van y vienen como en la maraña mental del patriarca decrépito, transitan vertiginosamente de una a otra y concluyen tejiendo un discurso que sólo puede situarse fuera del tiempo, en una ficticia eternidad, la del discurso mismo cuya incoherencia es su buscada significación, cosa que ha sido posible por la sabiduría de la escritura que corre y corre, entrevera las aguas, vuelve atrás, se empoza, muda de rumbo, se precipita por fin cuando se anuncia la irrupción de la muerte que trae las mismas verdades que en Cien años de soledad: el poder es la soledad y la falta de amor, solo se levanta sobre esas carencias, como concluyó percibiendo Aureliano Buendía, y no permite vivir y gozar la vida, cosa que le está reservada al oscuro y renovable demos. 

Pero a esta altura de la mostración, esa soledad que otorga el poder ha sido equiparada a la gloria, es el merecido castigo que para Pirandello se recibía Cuando se es alguien, o que el propio García Márquez había identificado en un cuento subrepticiamente biográfico, Blacamán el bueno vendedor de milagros, como parte de la justicia inmanente para quien se exceptúa del común de la especie y adquiere una conciencia individual. La conmiseración que rechaza pero que se le otorga igualmente al anciano chapoteando en el pantano de su senilidad, es aquélla de que es capaz la generosidad de la especie para con el hombre que ha desertado de ella pero sigue viviendo en la nostalgia permanente de ese paraíso perdido cuya puerta jamás nunca podrá reencontrar. La huella de una self—pity ampara este dilema que parece tan propio del imaginario de las comunidades tradicionales latinomericanas y sitúa la cosmovisión de García Márquez dentro de sus coordenadas, en el centro de sus contradictorias proposiciones. 

2. Las cuentas del collar fabuloso 

El rasgo de la narrativa de García Márquez que mejor ilustra su reinmersión en las formas del contar tradicional (las que groseramente llamamos populares) ha sido la supervaloración de la peripecia con la cual, en los Cien años de soledad, planteó un desafío a las líneas tendenciales de la novela moderna que seguían los centros internacionales y se transfundían a algunos núcleos urbanos latinoamericanos. La renovada confianza en la sucesión de hechos anecdóticos, siempre novedosos y siempre por lo mismo variables, que ya había hecho la fortuna de la comedia plautina, del cuento milyunanochesco, pero también, visiblemente, del folletín del XIX y el XX, atravesando así la historia entera de la cultura como corriente subterránea donde se abastecía la mayoría de la sociedad humana, aun a pesar de que en un determinado momento perdió la sanción aprobatoria de los rectores culturales y sólo pudo continuarse en las manifestaciones espurias del narrar folletinesco o de la telenovela, esa confianza revivió en García Márquez asumiendo en él modos extremados. Le fueron debidos a la fecundación que les concedió la estética del ultraísmo y del surrealismo, que volvieron a conferirle dignidad artística, como hicieron con la novela gótica o la policial de Fantomas, con lo cual esas corrientes demostraron que respondían a las demandas de los grupos sociales emergentes que se incorporaron a la sociedad civil del XX y, por lo mismo, habrían de conquistar una frondosa descendencia dentro de las comunidades latinoamericanas en que esos grupos eran más nutridos y ocupaban un ancho ámbito de las culturas.

La peripecia fue recuperada como un valor positivo. Pero al mismo tiempo, y bajo el impacto de las nuevas estéticas, fue disuelta en sus irreductibles átomos constitutivos, debilitándose la ilación tradicional que ya era caprichosa y errátil, débilmente motivada. Así se la presentó bajo la forma de golpes de efectos, situaciones breves y autónomas, explosiones lingüísticas, chistes bruscos, réplicas absurdas, pases limpios de prestidigitación, separables unos de otros, donde el que seguía suplantaba al precedente, venciéndolo no por ser su consecuente sino por una más lita dosis de intensidad propia y generaba, no la continuidad en otro, sino simplemente la expectativa de otro pase más brillante. El que José Bergamín había designado como laberinto de la novelería, fue recorrido por un tren fantasma, como en los espectáculos de feria, el cual tropezaba a cada recodo con un fogonazo, sorpresivo, restallante, enceguecedor, encajado con mayor o menor fortuna dentro del decurso general, pero siempre puntualmente deslumbrante. La sutil liviandad y la artificiosa ingenuidad con que los utilizó García Márquez permitieron que se incorporara de pleno derecho a la novela urbana moderna, más que lo que llamamos el "fantástico" y que es inherente desde su versión poeiana a la narrativa contemporánea, eso que preferimos seguir llamando "maravilloso", cuya tradición es secular y aun milenaria y que André Breton junto a sus compañeros surrealistas trataron de pesquisar como a un animal que sobreviviera dentro de las ya rígidas estructuras culturales de su país. 

No es necesario subrayar que ese recurso renovado fue una de las claves del éxito que alcanzaron los Cien años de soledad entre los millones de lectores latinoamericanos, ni tampoco es necesario destacar que tal entusiasta acogida por los dones "maravillosos" de una peripecia débilmente encadenada, testimoniaba la permanencia entre ellos de una concepción inestructurada del mundo, revelaba una manera de asomarse a la realidad que se detiene en los particulares y pierde de vista la organicidad general que en ella siempre busca descubrir un pensamiento articulado, daba pruebas de esa falta de memoria que tanto en los Cien años como en El otoño del patriarca son concepciones obsesivamente anotadas porque son previas y obligadas al asombro que promueve la repentina emergencia del fenómeno dentro de un horizonte que siempre está vaciándose y recuperando su constitutiva inocencia. Estos modos de percepción, cuya realidad en el seno de América Latina (y en otros muchos sectores del universo) ha quedado atestiguada por la narrativa de García Márquez, son previos e históricamente anteriores a la visión que aportó la burguesía y nos proveyó del florecimiento de la novela decimonónica, tal como podemos registrarlos siguiendo las historias europeas del arte. García Márquez volvió atrás y se situó adelante: ésa fue su revolución, que, como la de los astros, implica un retroceso y un avance. 

Esa jubilosa aceptación de los dones espectaculares propios de los átomos de peripecia demostró su pervivencia, no sólo en las capas populares y analfabetas, sino también en un nivel medio de la educación social, por debajo del barniz de la cultura burguesa que estaba lejos de haber sido definitivamente adquirido; puso un corrosivo a la unidad y coherencia del proyecto narrativo que había montado la burguesía y que se prolonga en sus múltiples hijos, incluyendo los rebeldes y parricidas; propuso un sutil pacto entre las fuentes siempre vivas del imaginario popular ahistórico y los órdenes estructurados rígidamente que tanto el pensamiento burgués como su heredero, el proletario, han venido sosteniendo. Este pacto es tan decisivo, para el éxito de los Cien años de soledad, como fue el redescubrimiento de una incesante peripecia. 

Ello se obtuvo mediante dos poderosos tensores que religaron la dispersa sucesión de efectos, los causalizaron y les otorgaron motivación y significado, actuando por debajo de su fluencia brillante y aparencialmente caprichosa. Fueron: la ordenación histórica (decalcada sobre un siglo de vida colombiana o de cualquier otro país latinoamericano) con la peculiar praxis de un procesamiento económico y social que podía adaptarse flexiblemente a una teoría moderna sobre el avance de la sociedad y la estructuración familiar con sus diversos juegos de polarización entre tipos alternos (los Aureliano y los Arcadio, por ejemplo, o las Úrsula—Pilar Ternera en oposición a las adolescentes del amor) que prestaban igualmente una teoría organizativa del suceder histórico componiendo bajo las inventivas creaciones una estructura reguladora. Ambos descubrimientos ya los había hecho la narrativa (y la sociedad) del siglo XIX, permitiéndoles tanto la elab—ración de la saga histórica (de Walter Scott en adelante) como le saga familiar (de Tolstoi en adelante), sumándose al otro previo descubrimiento hijo del individualismo que aportaba la época: la vida humana como estructura narrativa que otorgaba coherencia y significado a los materiales sueltos. Los dos primeros, que son de naturaleza social y que ya apuntan a ese nuevo planteo donde el valor absoluto emergente es la sociedad, son los utilizados por García Márquez como las vigas de acero necesarias para modelar el vasto edificio de los Cien años de soledad. Sin ellos, la novela hubiera sido la pirotecnia deslumbrante de sus miles de hallazgos, la explosión de efectos dispersos, el caos multicolor de personajes y de situaciones; gracias a ellos, la prodigiosa riqueza de ese material dispersivo, cálidamente elaborado en el venero del imaginario popular cuyo imperio testimonia, se estructura en un proyecto coherente que responde al modelo racionalizado que ha traído el pensamiento burgués abriendo el camino a la modernidad. El pacto así establecido robustece las ansias que por sí solas hubieran podido obtener cada una de partes aisladas. 

Enfrentado a El otoño del patriarca es visible que García Márquez se ha retraído ante este chorro creativo de inagotable apariencia, pero también es visible la seducción que sigue ejerciendo sobre él: lo rehúsa y lo recibe, alternativamente. Las articulaciones que sirven para proyectar hacia adelante el relato, responden la puntual visita de uno de estos hallazgos, cuya sabrosura no tiene por qué encarecerse, pero los desarrollos evitan muchas veces la casi procaz imantación de estos pases mágicos. Aunque no tengan siempre el mismo nivel de eficacia; si hay algunos que responden a la pura maravilla de una imaginación en libertad, (la difusión de los bonetes rojos que marca la llegada de las tres carabelas del descubrimiento, vistas ahora por el envés nativo) otras resultan más convencionales (el general Rodrigo de Aguilar servido al horno, que parece venir de la sirena del acuario de Nápoles ofrecida por los norteamericanos en bandeja, tal como fue contada por Curzio Malaparte). 

Pero el problema no radica en la mayor o menor felicidad de estos hallazgos, sino en su correlación con los tensores que sostienen y dan forma al relato, ya que éstos resultan debilitados por el sistema circular puesto en funcionamiento que, si por una parte recupera la vieja proposición de la vida de un hombre como estructuración narrativa, disuelve sus peculiares valores con su organización en sucesivos círculos superpuestos. En estas condiciones los átomos de peripecia tienden a independizarse de su vinculación con los restantes y a recobrar su plena autonomía. Es como si se rompiera el hilo del collar: entre las manos nos quedan perlas. Ni más ni menos. Podrá decirse que estas perlas son, como hubiera poetizado Jorge Guillén, "suficiente maravilla" y sin duda hay buena cantidad de ellas, pero ese irisamiento maravilloso se conquista en desmedro de la continuidad narrativa, la cual se debilita y empoza.

Del mismo modo que cada uno de los capítulos del libro, por su peculiar armazón, tiende a ser autosuficiente en un importante grado, del mismo modo se observa que los particulares narrativos pueden ser trasladados de un lugar a otro de la obra porque disponen de una débil causación interna, la cual sobre todo atiende a aquel esquema que ya manejaron los antiguos sobre las etapas de la vida humana. Aquel golpe mágico de las mariposas amarillas que circundaban a Meme funcionaba como una transposición simbólica —de rara originalidad— de la historia de una pasión amorosa plena, o sea que allí se hacía necesario y se fatalizaba en la narración. Muchos de ellos vuelven a encontrarse en El otoño del patriarca —los guantes de raso, por ejemplo— pero hay ocasiones en que se incorporan al relato como vivificadores más que como impostergables necesidades de la narración. 

Es probable que aquí pueda inferirse una dificultad casi invencible a la que tuvo que hacer frente el autor. Otra vez, ante esta novela, pudo repetir que él no inventó nada, que fue la realidad la que le proporcionó la materia prima toda. Pero ésta era, en verdad, inagotable y eso mide la desmesura del proyecto. No habrá país de América Latina que no crea que se está contando en el libro la historia de sus dictadores particulares, pues de Perón a Trujillo, de Gómez a Estrada Cabrera, de Machado a Somoza, aquí hay referencias a todos, episodios en que cada uno queda retratado, comportamientos que cada pueblo conoció y padeció. Si bien parecen más numerosas las referencias a Juan Vicente Gómez y a Rafael Trujillo, otros muchos dictadores pueden ser convocados por estas páginas, incluyendo algunos que están fuera del ámbito latinoamericano, como el generalísimo Francisco Franco. Sin duda ha debido ser drástica la poda efectuada dentro del material acopiado, pero asimismo la seducción de tantos hechos variados y originales se intuye en su incorporación a alguna altura del relato por lo que tienen de pintorescos y anecdóticos, mientras que aquellos chispazos que a veces resultan los menos históricos de todos los datos y por lo tanto los más propios del talento creativo del autor, resultan los más necesarios a la organización de la novela. 

Entre el tiempo detenido por su condición cíclica y esta libertad en que funcionan múltiples invenciones de la peripecia, puede percibirse una conexión: al paralizarse aquél y revertir sobre sí mismo, éstas pierden su posición dentro de una escala de significaciones progresivas y causalizadas y por lo tanto recuperan al pura condición gratuita, autónoma y feliz. Estas cuentas del collar evocan la mitología de la Conquista; no sus hechos reales sino el modo como fueron contados o imaginados por las generaciones humanas, proporcionándonos esa verdad que no es la del acaecer histórico sino la de la vivencia siempre presentizada de lo que ya ha pasado y por lo tanto puede ser objeto de apropiación francamente subjetiva. El deslumbramiento ante las cuentas de colores de lo que nos habla es de la imaginación popular, de su concepción de los valores, de sus métodos de apropiación y debe reconocerse que sobre ese campo, tan poco desbrozado por las literaturas cultas, es grande la sabiduría de García Márquez. Él es también un "hacedor de milagros", un descubridor de "cuentas" maravillosas bajo cuyos reflejos parece erizarse y levantar vuelo la imaginación. 

3. Poesía verbal y poesía de situaciones

Desde La hojarasca, lo que tienta a García Márquez es la poesía. Es la nostalgia de todo narrador, si él acecha al mundo como a misterio de la inminencia de su oscura revelación. Faulkner decía que escribía largas novelas sólo porque no era capaz de encontrar las palabras justas que pudieran inscribirse en la cabeza un alfiler. García Márquez, que pertenece a su estirpe, no ha hecho sino merodear la poesía, creando sucedáneos, formas de reemplazo que mal escondían el subyacente deseo de la justa palabra poética. Sobre todo ha merodeado esa onda magnificente que abrió el Pablo Neruda de Residencia en la tierra y que se desbordó en la pléyade de surrealistas latinoamericanos que no por casualidad recuperaron (como Enrique Molina, como Aimé Césaire, como Álvaro Mutis) el universo tropical, los puertos ardidos del Caribe, la naturaleza viviente y descompuesta, perfumada y concreta de las islas antillanas, que se les ofrecieron como las materias propicias que reclamaba su poética. Esa onda lírica es la que desarrollaron sus estrictos contemporáneos, formando el paisaje, el clima, la atmósfera donde se sitúa también su obra narrativa, embebiéndola con sus filtros y su magia. 

La historia de la obra narrativa de García Márquez puede seguirse, prácticamente, como un movimiento isócrono respecto a esa atracción mayor a la que se acercó inicialmente, de la que se alejó en su período realista con la misma voluntad de asepsia que hacía decir al último Lorca "Realidad, realidad, ni una gota de poesía", a la que retornó, pero ya ahora en una instancia superior que contabilizaba la antítesis de su período realista, en sus grandes libros, Cien años de soledad o La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Ahí está presente la pulsión secreta de su arte y por ello es posible vincularlo a una familia de narradores del área antillana fuertemente signados por la impronta del surrealismo. Para todos la ambición más alta ha sido la de escribir el poema que absorba la realidad íntegra, la mantenga viviente dentro de un texto suplantando el descaimiento fatal que acecha al mundo, y que ese milagro se cumpla navegando siempre en el fluir de las palabras, en su poder encantatorio y no sólo en su capacidad para significar o para referirse a la realidad. Que se haga viviente en el murmullo envolvente, como de hojarasca o de viento o de mar que hacen los sonidos y que parecen remitirnos a oscuros, profundos, indiscernibles sentidos otros. 

El otoño del patriarca cumple con esa larga y postergada ambición y quiere ser —es— un poema, un largo poema cuya extensión no es hija de la narratividad como era de uso entre los poetas de gran aliento del XIX (Víctor Hugo) sino de la empecinada y siempre frustrada tentativa de decir una única y breve cosa con las palabras justas, la que se rehúsa y se escapa y exige nuevos abordajes. Si es un largo poema por las condiciones antes apuntadas relativas a su estructura y a la ordenación de los materiales narrativos, lo es mucho más por su escritura. En las antípodas de El coronel no tiene quien le escriba y también de los Cien años de soledad, aquí es la palabra, a la cual la imagen pone en libertad, la que es piedra constitutiva del vasto edificio.

Si se desmontara pacientemente el texto se podría comprobar que descansa sobre un conjunto voluntariamente restringido de recursos que, por momentos, se sitúan en las antípodas de las que se han considerado por lo general condiciones propias del encadenamiento narrativo, aunque tal precepto ya ha sido cuestionado por el arte de Miguel Ángel Asturias. Con sagacidad apuntaba Roman Jakobson que de un punto de vista lingüístico lo propio de la narrativa realista consistía en apoyarse en los sistemas combinatorios y en los desplazamientos de la significación que son peculiares de esa figura retórica que se designa como la metonimia, en tanto que la poesía lírica apelaba a otra figura, a la reina de los tropos: la metáfora. Y bien: El otoño del patriarca está construido como una incesante acumulación de metáforas y la obra entera quiere ser una metáfora que reúna y absorba a todas ellas, de tal modo que la obra se vuelve sin cesar sobre sí misma y repite un mismo procedimiento como si quisiera concentrar en los catorce signos de un haiku la entera significación. Es esa frustración que anotábamos, la que explica la incesante acumulación que va construyendo un eje paradigmático en que todas se equivalen, pueden ser substituidas unas por otras, fuera de las imposiciones del orden cronológico o de la causación lógico—narrativa, pues no son sino las infinitas posibilidades de la equivalencia que la forzada ilación diacrónica obliga a poner una tras otra cuando en cambio deberían leerse unas sobre otras, como proposiciones eventualmente substitutivas. 

El procedimiento preferido es el que fue ilustrado por ese largo impulso reiterativo de la poesía de Neruda: es la concentración sobre un único punto focal que, por resistirse a la plena penetración, por rehusarse al agotamiento por obra de la palabra exacta, motiva largas series de imágenes que irradian de él y lo transmutan en una constelación —variable y a la vez fija— en torno de un "sol negro" del cual reciben la poderosa e invisible energía y al cual circundan prestándole resplandores visibles a través de los cuales redescubrirlo de manera indirecta. En la escritura de El otoño del patriarca los hechos narrativos son voluntariamente inmovilizados porque se les percibe como "soles negros", esos agujeros que irradian energía misteriosa, y entonces, mediante la acumulación de sucesivas frases dependientes, de series de imágenes alternas, de cadenas adjetivales, de substituciones adverbiales, de verbos superpuestos para ir desmenuzando una sola acción, se los dota de largas y ondulantes caudas resplandecientes, cuyo brillo multicolor es arrastrado por un vacío. Por momentos la novela es un entrecruzado volar de quetzales de los cuales sólo son perceptibles las colas desplegadas que se mezclan, se arraciman, se agitan en todas direcciones y ocultan las cabezas y los cuerpos a los cuales prolongan. 

En algunos precedentes narrativos consagrados al arquetipo dictador (en Asturias, en Zalamea) y en algunas novelas del neobarroco antillano (Jacques Stéphen Alexis, José Lezama Lima, Luis Cardoza y Aragón) habíamos encontrado sistemas semejantes de escritura. Pienso que aquí rozamos una sensibilidad de la palabra que parece muy peculiar de un área cultural originalísima de América Latina: la caríbica o antillana. Pero no obstante, ese procedimiento no rinde en García Márquez lo que en otros de sus compatriotas culturales, quizá por la posición dual que él ocupa respecto a dos áreas culturales del continente. Ese procedimiento había sido ya ensayado, con más frescura y menos sabiduría, hace veinte años, en La hojarasca, pero luego de la austera inmersión realista de los años siguientes, había salido al escribir Cien años de soledad a otra solución que se ofreció como una síntesis eficaz de la antítesis de ambos períodos iniciales. Se trató de una solución más afín con sus peculiares virtudes creativas y que consistió en trasladar el estado poético de las palabras a la situación narrativa misma, considerando que el hecho poético no debía reposar sobre la sugerencia multisémica de las palabras, sino sobre los datos desequilibrados que componían una situación narrativa y de los que se desprendería un poderoso y enigmático impulso lírico. 

Si algo mide la distancia que va de la inicial proposición de Asturias (en las Leyendas de Guatemala) a la obra de García Márquez en los Cien años de soledad, es esa substitución mediante la cual el joven colombiano, manejando materiales comunes y hasta triviales, es capaz de construir situaciones poéticas de fuerte impacto, reemplazando el sistema del maestro guatemalteco que se parecía mucho a una hiedra adherida exteriormente al edificio narrativo, pues lo envolvía ardientemente pero nunca llegaba a transmutarlo en un hecho poético. Algo parecido había anotado Cortázar respecto a la escritura de Güiraldes en Don Segundo Sombra, recogiendo la lección del surrealismo acerca de un traslado de la poesía para que ella naciera del azar objetivo que la descubría en las calles, "en sitio" y más aún, "en acto". Efectivamente, la estética surrealista había hecho estallar le armónica construcción de la poesía simbolista mediante una radical alternación de los principios de la creación artística: actos poéticos, no palabras poéticas, fue lo preconizado, lo que permitía detectar la presencia poética en los rincones insólitos, en los actos insanos, en las manifestaciones del subconsciente, etc. 

En El otoño del patriarca es muy fácil detectar esta precisión creativa de la poesía de situaciones: la vaca que se asoma al balcón presidencial es un acto poético, como en los Cien años de soledad lo era la ascensión milagrosa al cielo de Remedios la Bella. Pero del mismo modo que en este ejemplo, si se lo lee con atención, se percibe en el contorno del acto una escritura poética adosada, convencional, rezago de la escritura poética de los treinta, del mismo modo en El otoño del patriarca se encuentran muchas veces los vestigios de Neruda, las comparaciones que agotó el surrealismo latinoamericano y hasta formulaciones retóricas de escasa invención renovadora. La poesía verbal a que apela el autor es inferior a su poesía de situaciones y la perjudica porque no le permite brillar con esplendor intacto al sumergirla en un palabrero vuelo febril. Esta poesía verbal que construye comparaciones y metáforas sin cesar, responde más a las orientaciones de la poesía culta de la gran onda surrealista latinoamericana, pero sin traspasarla, enriqueciéndola por momentos o descansando otras veces en sus hallazgos, en tanto que las situaciones, que muestran una capacidad de implantación más rigurosa, contienen un aliento poético más antiguo y más moderno porque responden de una manera viviente a esas peculiaridades del "imaginario" latinoamericano que García Márquez ha sido de los primeros en aprovechar sabiamente. 

Es cierto que la síntesis que implicó Cien años de soledad, si consideramos que estamos ante un autor en constante proceso creativo, debía transformarse en la tesis de un nuevo planteo artístico, a la cual esta nueva obra da una respuesta que necesariamente promueve una oposición. Pero esta situación dilemática no queda resuelta, por lo mismo, e incluso puede adelantarse que la antítesis que se ofrece a los Cien años no alcanza a presentarse como un cuestionamiento a fondo de los principios artísticos que en aquella novela se exponían. Convendría de todos modos aguardar la nueva obra que permitiera situar con exactitud el nivel en que la oposición se sitúa por el momento y que no puede apreciarse con entera latitud. 

4. "Triste de fiestas"

Nada sale de las manos de Gabriel García Márquez que no represente una contribución de primer orden a la cultura del continente. Él no es sólo de los grandes creadores de la hora actual, sino además de aquellos que acuciosamente procuran el rescate de  sus tradiciones propias, por humildes y soterradas que sean, a las cuales como en la conocida divisa académica, pule, limpia y da esplendor. Cualquiera de sus oras no es simplemente una construcción artística válida sino un punto de referencia en el adentramiento en la identidad latinoamericana en los laberintos de su íntima constitución, por lo tanto en la forja de su cultura tradicional al nivel de la modernidad en que hoy puede operar. 

Y en esta obra, aún más que en los Cien años, se está sirviendo al conocimiento de esa cultura dentro de los modos específicos del arte literario, porque se enfrenta un arquetipo que parecía agotado por el periodismo y la literatura militante ahora desde una perspectiva audaz cuya clave se encuentra en el narrador de la historia. Desde que la obra comienza y tropezamos en el segundo párrafo con la mención "Sólo entonces nos atrevimos a entrar", el interrogante que se nos ofrece es el de saber quién está contando, pregunta a la cual una sucesión que por momentos parece infinita de narradores diversos no hace sino tornar más enigmática. Como de mano en mano y construyendo una larguísima cadena, vamos pasando de soldados a ministros, de madres a mujeres de la calle, de niñas a mendigos, de tal modo que la sucesión de voces van componiendo otro personaje de la historia, más oscuro y menos perceptible que el que ocupa la escena, el dictador, pero no por eso menos existente. Un personaje que no puede ostentar, como el patriarca, una individualidad única y cerrada, sino que se disuelve en las voces que por breves momentos —a veces una sola frase— rozan los acontecimientos, los miran y tratan de desentrañarlos y los pierden, se pierden en otras voces que se substituyen sin aparente concierto. La continuidad que se opera entre ellas no es la de la memoria, la del juicio moral, ni la de las doctrinas políticas, sino las de modo de "decir" la realidad en el instante presente en surge y se toma contacto fugaz con ella. Cuando el volumen concluye, estas voces se amalgaman nuevamente en la primera persona del plural y se atreven a afirmar "nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre" y percibimos entonces que es el pueblo mismo, abigarrado, variable, confuso, multitudinario, el que ha estado contando la historia, al desgaire de sus infinitas posibilidades de ser, siempre diversas e inesperadas, que es el coro que conforma la especie por el solo hecho de su terca continuidad vital el que ha compuesto el poema de la bestia solitaria que se mueve en medio de la arena del circo. 

Tal figura es, entonces, más que el objeto de su análisis escrutador, el producto de su imaginación, el sueño que han soñado juntamente todos los hombres por separado a lo largo de un tiempo en apariencia infinito. La variedad y la incoherencia de las sucesivas imágenes es la que corresponde al soñar de cada uno y de todos ellos. De tal modo que el personaje, como en el conocido cuentecillo, hubiera podido repentinamente enfrentarlos para decirles que no era él sino ellos los que debían resolver, porque eran ellos quienes estaban soñándolo. Y el sueño de una comunidad es la construcción de un "imaginario" en que él considera que se encuentra, más verdadera y placenteramente, que en la imagen que le devuelve el espejo.

La imagen de este azotado hombre solitario, implacable en la crueldad y desparado como un niño, junto a las mujeres que lo circundan —madre y esposa, esposa y madre—, la imagen de esa isla iridiscente desde cuyo balcón se otea el Caribe todo, el esplendor del trópico que irrumpe y se consume, la inmovilidad del tiempo, la mirífica sucesión de pases mágicos, todo eso es este narrador colectivo, desmembrado, cuyas desperdigadas voces ha tratado de escuchar el escritor. 

Todo eso es nuestra América vivida sustancialmente, dolida en su empinado disfrute sensorial desperdigada como islas, anacrónica y urgida, tradicionalista con desespero de  modernidad, desgarrada por alucinaciones que figuran realidades, movida por impulsos que sin cesar desatienden o cuestionan la realidad desaprensivamente, todo esto es la América de la leyenda, de la  invención fabulosa y del desamparo, porque de este libro se sale, como en el verso del poeta solitario Rubén Darío, que por él deambula como un pordiosero desconocido, "triste de fiestas".

Rama, Ángel. La novela latinoamericana, panoramas 1920 – 1980. Procultura – Instituto colombiano de cultura, Bogotá: 1982. Pags: 435 – 454.

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Medellín–Barcelona.

Ángel Rama (Montevideo, 30 de abril de 1926 - Madrid, 27 de noviembre de 1983) fue un escritor uruguayo considerado uno de los principales ensayistas y críticos latinoamericanos. Su obra se refiere a literatura proveniente de prácticamente todas las regiones del continente americano así como de diferentes periodos históricos.



miércoles, 25 de marzo de 2015

Herméticamente abierta (1953)

El amor el torrente el vacío la silla
la silla vacía
la silla torrencial y vacía suspendida en el metavacío
la metasilla está suspendida de la cuerda torrencial del metavacío
la metacuerda aprieta y absorbe el metacuello torrencial
de aquel que está suspendido por la cuerda
del cuello de la mujer
del cuello tenue y flotante de su metamujer
vacía torrencial y sentada
la metamujer torrencial está sentada en la silla
sentada en el vacío de su silla
ella metaflota perpetuamente en el metavacío absoluto
de mis deseos absolutamente torrenciales
absolutamente meteórica y torrencial
la metacabeza de la metamujer sustancial y meteórica
surge como una flecha
entre el metamuslo de mis sueños y el metadiente de mis deseos
flecha mordedora y rápida
que se apoya ligeramente inclinada
en el respaldo de la metasilla de mis sueños y deseos
siempre sentada siempre imprevisible y absolutamente fulgurante
la metamujer flota y metaflota siempre en el vacío
con su pequeña metallama visible por transparencia
que arde en el interior torrencial de su cabeza
mientras muy cerca de la incandescencia de su cabeza
un poco por encima de su gran cabellera meteórica
pasa como una nube
nube proveniente de la evaporación instantánea
de sus vastos torrentes mentales
la gran tortuga metafísica
que amenaza con su pesadez gris torturadora metafísica
el hermoso físico carnal de la metamujer
concretamente sentada sobre su metasilla volante
volante flotante y sentada a su vez
sobre la silla sostenida voluptuosamente por los pies de mis sentidos
por mis cinco sentidos por las mil garras
y por las mil patas de la metasensualidad apasionada
tortuosamente sumergida en el metasudor
en la metasustancia infinita de mis sentidos
absolutamente sustanciales
los bellos ojos los bellos senos las bellas nalgas metafísicas
de la metamujer absolutamente sustancial
sustancial torrencial y meteórica
infringen el más allá torturador
de la metafísica sin física
infringen y anulan la gran nada metafísica
pues siempre sentada en la metasilla meteórica
de mis deseos meteóricos infinitos y torrenciales
la metamujer abre a la mujer
ella abre y descubre su carne translúcida
sus entrañas trascendentes su cabellera transmisible
eruptiva devoradora y durmiente
su corazón traspasado por las balas transparentes
de mis caricias angustiadas
su suave metavulva
su negra metaboca
el transplante inocente de la flor de su boca
en las tierras aéreas de mis muslos
la transmigración de la boca de su alma
hacia los muslos de mi aliento
los traslados insólitos
las transfuciones insondables
la transmutación gigantesca de todos los metametales amantes
meteóricos torrenciales metameteóricos y sustanciales
la transmutación gigantesca perpetua y triunfante
de la leche materna
en lava meteórica en metavacío sustancial
en esperma en esperma y en metaesperma universal
en esperma del diamante
en esperma de tu corazón
en esperma negro de la metalujuria absoluta
absolutamente lujuriosa y absolutamente absoluta

Gherasim Luca (Bucarest, 1913 – París, 1994)


lunes, 2 de febrero de 2015

jueves, 6 de noviembre de 2014

El cuerpo lesbiano (1973) - Monique Wittig

EL CUERPO LESBIANO LA CIPRINA LA BABA LA SALIVA EL MOCO EL SUDOR. LAS LÁGRIMAS EL CERUMEN LA ORINA LAS NALGAS LOS EXCREMENTOS LA SANGRE LA LINFA LA GELATINA EL AGUA EL QUILO EL QUIMO LOS HUMORES LAS SECRECIONES LA PUS LAS SANIES LAS SUPURACIONES LA BILIS LOS JUGOS LOS ÁCIDOS LOS FLUIDOS LOS ZUMOS LAS EMANACIONES LA ESPUMA EL AZUFRE LA UREA LA LECHE LA ALBÚMINA EL OXÍGENO LAS FLATULENCIAS LAS BOLSAS LAS PAREDES LAS MEMBRANAS EL PERITONEO, EL EPIPLÓN, LA PLEURA LA VAGINA LAS VENAS LAS ARTERIAS LOS VASOS LOS NERVIOS LOS PLEXOS LAS GLÁNDULAS LOS GANGLIOS LOS LÓBULOS LAS MUCOSAS LOS TEJIDOS LAS CALLOSIDADES LOS HUESOS EL CARTÍLAGO LA OSEÍNA LAS CARIES LAS SUSTANCIAS EL TUÉTANO LA GRASA EL FÓSFORO EL MERCURIO EL CALCIO LAS GLUCOSAS EL YODO LOS ÓRGANOS EL CEREBRO EL CORAZÓN EL HÍGADO LAS VÍSCERAS LA VULVA LAS MUCOSAS LAS FERMENTACIONES LAS VELLOSIDADES LA PODREDUMBRE LAS UÑAS LOS DIENTES LOS PELOS LOS CABELLOS LA PIEL LOS POROS LOS OCELOS LAS PELÍCULAS LOS HERPES LAS MANCHAS LAS AREÓLAS LOS CARDENALES LAS LLAGAS LOS PLIEGUES LAS DESHOLLADURAS LAS ARRUGAS LAS AMPOLLAS LAS GRIETAS LAS ROZADURAS LAS QUEMADURAS LOS LUNARES LAS ESPINILLAS LOS FOLÍCULOS PILOSOS LAS VERRUGAS LAS EXCRECENCIAS LAS PÁPULAS EL SEBO LA PIGMENTACIÓN LA EPIDERMIS LA DERMIS LOS NERVIOS CUTÁNEOS LAS INNERVACIONES LAS PAPILAS LAS REDES NERVIOSAS LAS RAÍCES LOS HACES LAS RAMAS LOS PLEXOS LOS NERVIOS MOTORES LOS SENSIBLES LOS SENSORIALES LOS CERVICALES LOS NEUMOGÁSTRICOS LOS BRANQUIALES LOS CIRCUNFLEJOS LOS MEDIANOS LOS CUBITALES LOS SACROS LOS LUMBARES LOS CIÁTICOS LOS CRURALES LOS SAFENOS LOS PLANTARES LOS PATÉTICOS LOS RECURRENTES LOS SIMPÁTICOS EL CARDÍACO EL PLEXO DEL DIAFRAGMA EL BULBO RAQUÍDEO EL ESPINAL LOS FACIALES EL GLOSOFARÍNGEO LOS ÓPTICOS LOS ACÚSTICOS LOS OLFÁTICOS LAS CÉLULAS NERVIOSAS LOS GLÓBULOS LOS HEMATÍES LOS LEUCOCITOS LA HEMOGLOBINA EL PLASMA EL SERUM LA SANGRE VENOSA LA SANGRE ARTERIAL LA SANGRE AÓRTICA LAS VENILLAS LAS ARTERIOLAS LOS VASOS CAPILARES LA AORTA LA CARÓTIDA LA CEFÁLICA LA YUGULAR LA CORONARIA LA ESOFÁGICA LA PULMONAR LA FACIAL LA TEMPORAL LA SUBCLAVIA LA MAMARIA LA BRAQUIAL LA MESENTÉRICA LA RENAL LA LUMBAR LA ILÍACA LA SACRA LA RADIAL LA SAFENA LAS TIBIALES LA VENA CAVA LA VENA PORTA LA PULMONAR LOS COÁGULOS LAS COAGULACIONES LAS CONCRECIONES LOS CUAJOS LAS SOLIDIFICACIONES LOS CUAJAMIENTOS LOS CÁLCULOS LAS PIEDRAS LOS NODOS LOS ENDURECIMIENTOS LAS LAVAS LAS ESCAMAS LAS FIBRAS LAS FIBRILLAS LOS LIGAMENTOS LOS TENDONES LOS EXTENSORES LOS SUSPENSORES LOS FLEXORES LOS ADUCTORES LOS ABDUCTORES LOS CONGÉNERES LOS ANTAGÓNICOS LOS TENSORES LOS ROTATORES LOS ACCESORIOS LOS RECTOS LOS OBLICUOS LOS ORBICULARES LOS TRANSVERSALES LOS ESFÍNTERES LOS MÚSCULOS VISCERALES LOS LISOS EL CARDÍACO LOS MÚSCULOS ESQUELÉTICOS LOS TRAPECIOS LOS PECTORALES LOS DORSALES LOS ILÍACOS LOS REDONDOS LOS CUADRADOS LOS TRIANGULARES LOS PIRAMIDALES LOS ABDOMINALES LOS GLÚTEOS LOS BÍCEPS LOS TRÍCEPS LOS TENDONES DE AQUILES LOS SUPINADORES LOS CRURALES LOS SUBLIMES LOS DESDEÑOSOS LOS SOBERBIOS LOS COMPLEJOS EL DIAFRAGMA LA VAGINA EL ANO EL VELO DEL PALADAR EL TEJIDO CONJUNTIVO LAS MENINGES LA DURAMADRE LA ARAGNOIDE LA PIAMADRE LA ESCLERÓTICA LA CÓRNEA LA RETINA LA COROIDES LAS ENCÍAS LA PLEURA EL PERITONEO EL EPIPLÓN LOS CUERPOS CAVERNOSOS LOS LABIOS DE LA VAGINA EL ESQUELETO LA COLUMNA VERTEBRAL LAS CLAVÍCULAS LAS COSTILLAS EL ESTERNÓN LOS HÚMEROS LOS RADIOS LOS CÚBITOS LOS CARPOS LOS METACARPOS LAS FALANGES LOS HUESOS ILÍACOS EL PUBIS EL SACRO EL COXIS LOS FÉMURES LAS RÓTULAS LOS PERONÉS LAS TIBIAS LOS TARSOS LOS METATARSOS LOS CRURALES LOS MASTOIDEOS LAS ÓRBITAS LAS RÓTULAS EL MONTE VENUS LA VULVA LA MATRIZ LA VEJIGA LOS INTESTINOS LOS RIÑONES EL BAZO EL HÍGADO LA VESÍCULA BILIAR EL ESTÓMAGO LOS PULMONES EL CORAZÓN EL ESÓFAGO EL CEREBRO LA CIRCULACIÓN LA RESPIRACIÓN LA NUTRICIÓN LA ELIMINACIÓN LA DEFECACIÓN LA REPRODUCCIÓN [XX + XX = XX] LAS REACCIONES EL PLACER LA EMOCIÓN LA VISTA EL OLFATO EL GUSTO EL TACTO EL OÍDO LAS CUERDAS BUCALES LOS GRITOS LOS VAGIDOS LOS GEMIDOS LOS MURMULLOS LOS RONQUIDOS LOS SOLLOZOS LOS LLANTOS LOS ALARIDOS LAS VOCIFERACIONES LAS PALABRAS LOS SILENCIOS LOS CUCHICHEOS LAS MODULACIONES LOS CANTOS LAS ESTRIDENCIAS LAS RISAS LOS ESTALLIDOS DE VOZ LA LOCOMOCIÓN LA MARCHA LA REPTACIÓN LA CARRERA LOS SALTOS LOS BRINCOS LAS RECULADAS LAS GESTICULACIONES LOS TEMBLORES LAS CONVULSIONES LOS IMPULSOS LA AGARRADA EL CUERPO A CUERPO LA APREHENSIÓN LOS PUÑETAZOS LOS GOLPES LOS ABRAZOS LOS MOVIMIENTOS LA NATACIÓN LOS HOMBROS EL CUELLO LAS MEJILLAS LAS AXILAS EL PLIEGUE DE LOS CODOS LOS BRAZOS LOS PUÑOS LAS MANOS LOS DEDOS LAS PALMAS LAS MUÑECAS LOS LIGAMENTOS LAS ARTICULACIONES LAS RODILLAS LAS CLAVÍCULAS LOS OJOS LA BOCA LOS LABIOS LAS MANDÍBULAS LAS OREJAS LOS ARCOS CILIARES LOS TÍMPANOS LA NARIZ LOS PÓMULOS EL MENTÓN LA FRENTE LOS PÁRPADOS LA TEZ LA PATADA LOS MUSLOS LAS CORVAS LAS PANTORRILLAS LAS CADERAS LA VULVA EL VIENTRE LA ESPALDA EL PECHO LOS SENOS LOS OMÓPLATOS LAS NALGAS LOS CODOS LAS PIERNAS LOS DEDOS DE LOS PIES LOS PIES LOS TALONES LOS RIÑONES LA NUCA LA GARGANTA LA CABEZA LOS TOBILLOS LAS INGLES LA LENGUA EL OCCIPUCIO EL ESPINAZO LOS FLANCOS EL OMBLIGO EL PUBIS EL CUERPO LESBIANO.


Monique Wittig (Dannemarie, 1935, Tucson, 2003) es una de las escritoras clave en el contexto de las teorías y las prácticas ligadas a la liberación de las mujeres. Afirmaba la necesidad de salir del esquema hombre-mujer fijado por la cultura y la norma heterosexual. Monique Wittig tampoco aceptaba la noción de una "escritura femenina". Figura fundamental de la teoría Queer

miércoles, 8 de octubre de 2014

Canción de Invierno



Es día de frío y llegas a casa.
Llegas de la tarde cansada de un jueves.
Los muebles, tu perro y millones de ojos
están, como siempre, esperando tu vuelta,
en la que presientes que nada ha cambiado
te espera lo mismo, el sueño pasado.

Recoges tu pelo tan libre en la tarde
quizás porque alguien nunca lo vio preso.
Te sientas y cenas y todas las culpas
te dan con un peso mayor que tus fuerzas
y pon altos ojos y esta tarde loca
hasta que eres débil y tapas tu boca.

Cuando todo pasa te crees segura
mientras con tus horas revuelves cenizas
presientes muy dentro pasiones prohibidas
no importa mentirse para ser felices
hasta que un deseo se meta en tu lecho
mas, ¿qué estás pensando? te tapas el pecho.

Pero necesitas quedar bien con todo
todo que no sea bien contigo misma.
La angustia es el precio de ser uno mismo.
Mejor ser felices como nuestros padres
y hacer de la lástima amores eternos
hasta que, a la larga, te tape el invierno.

viernes, 13 de junio de 2014

As cançoes tão lindas de amor

Revisando la cuenta @juevesdeplancha del día de ayer, me he encontrado con la agradable sorpresa de este par de canciones, que conocía previamente en español, pero que me gustaron asaz en su idioma original, el portugués.

Martinha es una cantora reconocida en nuestro medio por temas como Agua caliente, que no he podido encontrar cantada en portugués por ella, y que cantó Sandro e hizo reconocer en nuestro medio a Luis Javier Piedrahita; Hoy daría yo la vida, yo no sé más nada, solo amar… que incluye a Tite Curet Alonso como compositor de la letra en español; y Yo soy para ti, canción fue todo un éxito, que es la canción que me atrajo profundamente en esta versión en portugués "Eu sou de você".

Martinha fue figura clave de la Jovem Guarda, movimiento al que se unió en 1966.

Aquí la canción:


eu posso não saber de nada
estar até errada
mas eu sou assim
pra mim, mais nada interessa

nem se outro alguém
ainda gosta de mim
eu sei que por ai existe
alguém que ainda insiste

em me querer
mas não precisa
nem ter medo, já não é segredo
que eu sou de você

eu sou de você
eu sou de você
eu sou de você
eu sou de você 

o que me falam
eu não ligo
e com você não brigo
por motivo algum

e só se você me deixar
por que eu não te deixo
de jeito nenhum
eu posso estar errada em tudo

mas nisso eu não mudo
eu nem deixo de ser
ainda que você não queira
de qualquer maneira

eu sou de você
eu sou de você
eu sou de você
eu sou de você

e mesmo a onde houver perigo
com você eu sigo
com você eu vou
estando certa ou errada

sem medo de nada
meu amor eu vou
ainda que este mundo acabe
todo mundo sabe

mas volto a dizer
que pela minha vida inteira
de qualquer maneira
eu sou de você

eu sou de você
eu sou de você
eu sou de você 

La otra canción descubro que es de Roberto Carlos, pero la canta un tal Paulo Sérgio. Me encanta cuando confiesa que no podrá hacer canciones más bellas que las que ya le ha escrito al "flete".




Esta é a última canção que eu faço pra você
Já cansei de viver iludido só pensando em você
Se amanhã você me encontrar
De braços dados com outro alguém
Faça de conta
Que pra você não sou ninguém.

Mas você deve sempre lembrar que já me fez chorar
E que a chance que você perdeu nunca mais vou lhe dar
E as canções tão lindas de amor
Que eu fiz ao luar para você
Confesso
Iguais àquelas não mais ouvirá

E amanhã sei que esta canção você ouvirá no rádio a tocar
Lembrará que seu orgulho maldito já me fez chorar por muito lhe amar
Peço não chore
Mas sinta por dentro a dor do amor

E então você verá o valor que tem o amor
E muito vai chorar ao lembrar do que passou